¿Cómo permanecer inerte ante la condenación de tantos jóvenes? ¿Quién será capaz de guardar y no compartir un tesoro como es la fe, y la experiencia del Amor sanador de Dios?
El drama del devenir eterno de tantos jóvenes y personas ya adultas, con las que un militante se codea diariamente, le plantea una pregunta: ¿Qué está a mi alcance, en qué puedo colaborar para la salvación de la juventud, de la humanidad?
Cuando se ha conocido el Corazón de Cristo, un Corazón del que mana agua y sangre, atravesado por la indiferencia humana… es difícil conciliar el sueño si la vida entera no se gasta en corresponder a semejante Amor.
Y brota del fondo del alma un grito pacificado por la larga preparación de un crecimiento en silencio, el de la vida de Nazaret. Un crecimiento hacia adentro, que no se ve, pero que se deja notar como una novedosa presencia, que ahonda en el corazón del hombre, desvela los secretos del alma humana. Un grito pacificado que mueve a entregar la vida en medio del mundo, transmitiendo Vida, mostrando el camino a tantos hermanos que viven como si Dios no existiera. Mostrándoles el camino de vuelta a la felicidad, si es que quieren vivir otra vez…
La Milicia de Santa María vibra con la Iglesia, la ama como Madre, busca la obediencia a sus sabias indicaciones, y sale a la calle vestida de payaso, de romano o de esclavo…, de aquello que el Amor a Cristo le mueva a hacer, pero todo por la salvación de las almas… Porque le urge amar, conquistar, reparar el Corazón de Cristo…
El martirio del militante consiste en vivir constantemente con la herida en el corazón de la incredulidad de sus coetáneos, ofreciendo no cosas, ni actividades, ni renuncias, ni sacrificios…, sino la propia vida, por la salvación del cupo de almas que Dios le ha confiado desde toda la eternidad.
La llamada apremiante del Papa Benedicto XVI encuentra eco en los cruzados y militantes de Santa María: ¡Nueva Evangelización…! ¡… al estilo de María!
Quien intente hoy día hablar de la fe cristiana […] es probable que en seguida tenga la sensación de que le pasa lo mismo que a aquel payaso y la aldea en llamas.
En un país (España), un circo fue presa de las llamas. Entonces, el director del circo mandó a un payaso, que ya estaba listo para actuar, a la aldea vecina para pedir auxilio, ya que había peligro de que las llamas llegasen hasta la aldea, arrasando a su paso los campos secos y toda la cosecha. El payaso corrió a la aldea y pidió a los vecinos que fueran lo más rápido posible hacia el circo que se estaba quemando para ayudar a apagar el fuego. Pero los vecinos creyeron que se trataba de un magnífico truco para que asistiesen los más posibles a la función; aplaudían y hasta lloraban de risa. Pero al payaso le daban más ganas de llorar que de reír; en vano trató de persuadirles y de explicarles que no se trataba de un truco ni de una broma, que la cosa iba muy en serio y que el circo se estaba quemando de verdad. Cuanto más suplicaba, más se reía la gente, pues los aldeanos creían que estaba haciendo su papel de maravilla, hasta que por fin las llamas llegaron a la aldea. Y claro, la ayuda llegó demasiado tarde, y tanto el circo como la aldea fueron pasto de las llamas.
Ésta es la situación de los apóstoles modernos. En el payaso, que no es capaz de lograr que los aldeanos escuchen su mensaje, vemos la imagen del apóstol, a quien nadie toma en serio si va por ahí vestido con los atuendos de un payaso medieval o de cualquier otra época pasada. Ya puede decir lo que quiera, pues llevará siempre la etiqueta del papel que desempeña. Y por buenas maneras que muestre y por muy serio que se ponga, todo el mundo sabe de antemano lo que es: ni más ni menos que un payaso.
El que quiera predicar la fe, y al mismo tiempo sea suficientemente autocrítico, pronto se dará cuenta de que no es una forma o una crisis de vestidos la que amenaza la fe en nuestro mundo.
Me atrevería a decir, que en realidad, la fe, por moderna que se vista y por muchos coloretes que se quite, suscita sólo una esperanza que no deja de ser ingenua.
Y sin embargo, la fe, hoy como siempre, sigue siendo una decisión que afecta a la profundidad de la existencia, un cambio continuo del ser humano al que sólo se puede llegar mediante una resolución firme.
(Joseph Ratzinger. Introducción al cristianismo)