Aprender a disfrutar

Pocas veces sabemos escapar de la vorágine de la rutina. A veces, incluso, nos parece que la rutina diaria nos consume poco a poco. Los mismos horarios, la misma gente, las mismas caras en el metro… Podríamos decir que, en ocasiones, nos gustaría gritar con Mafalda aquello de “paren el mundo, que me bajo”. Es triste, sí, pero cierto, no sabemos disfrutar de lo que tenemos. No sabemos disfrutar de la realidad.

Me atrevería a preguntarte qué es lo primero que haces cuando vas a algún sitio y te sientas en el metro o el tren. Pero creo que no me equivoco si afirmo que, de las primeras cosas que se te pasan por la cabeza, es echar mano al bolsillo para sacar el móvil. Acto seguido, procedes a su desbloqueo y miras si alguien te ha mandado un wásap o si tienes mensajes pendientes de contestar. Entonces, con la tranquilidad que da el tener un rato disponible sentado, te dispones a escribir a esas conversaciones.

¿Cuánta gente ves por las mañanas que se dedique a mirar el paisaje en el tren? ¿Y cuántos ves con el móvil? ¿Cuántos ves que vayan por la calle paseando tranquilamente? ¿Y cuántos van con los cascos puestos? ¿Cuántos ves en un parque que se sienten en un banco en silencio? ¿Y cuántos ves corriendo? Ojo, no es una crítica a escuchar música, a correr -que el deporte es muy sano- o a contestar mensajes -que es necesario-, pero me parece que, a veces, el universo digital, alimentado por nosotros mismos, consume nuestra capacidad de disfrutar de la realidad.

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Y resulta, además, que no se trata sólo de nuestra propia obcecación cuadriculada sobre una pantalla durante un viaje. Sino que también es una responsabilidad sobre los otros que nos encontramos. Decía Fabrice Hadjad que «cuanto más conectada esté la gente al ciberespacio, más increíble, extraordinario y ultratecnológico les resultará encontrar a personas reales, aquí, ahora, justamente delante de ellos, hablándoles del misterio de su presencia común. La gran novedad, el gran milagro incluso, en un universo globalizado y pixelizado, es la proximidad física» (Hadjad F. 2016, Puesto que todo está en vías de destrucción, pp. 177). ¡Y qué poco aprovechamos esa novedad! ¿Cuántas conversaciones tienes al día -en persona, por supuesto- que merezcan la pena, de esas que se recuerdan? ¿Y cuántas por WhatsApp?

No hay que asustarse, la tecnología existe y no sólo hemos de convivir con ella, sino que es un gran medio para poder hacer muchas cosas que, de no tenerla, serían imposibles. Pero también es cierto que muchas veces ese “cansancio patológico de la rutina”, que parece ser la pandemia de nuestro tiempo, está directamente relacionado con el tiempo que dedicamos a buscar intereses en el móvil e inversamente con el tiempo que dedicamos a cuidar a la gente que tenemos cerca.

Atrevámonos a alzar la mirada, a descubrir que hay vida más allá del mensaje de ese amigo en el teléfono. Aprendamos a disfrutar del silencio, de los ratos sentados mirando el paisaje, del tiempo perdido en una conversación cara a cara, de hacerse preguntas absurdas mirando al infinito. Enseñemos a descubrir la belleza magnífica que nos rodea: las hojas de los árboles que caen, las flores que se abren en primavera, los niños que juegan en el parque que hay de camino a casa, el trinar de los pájaros por la mañana. El mundo a veces nos parece un desastre porque de él sólo contemplamos las noticias en el móvil, los mensajes en el WhatsApp y la música de YouTube. Sin embargo, hay mucho más, cada paso que das contemplas paisajes y personas, escuchas miríadas de sonidos, percibes la vida en su plenitud exuberante. Aprendamos a levantar los ojos de las pantallas y a disfrutar, así, de vez en cuando, de la realidad.

 

«Son solo instantes»

S.G. (20 años)