«Será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor le dará el trono de David, su padre. Reinará sobre la casa de Jacob por los siglos, y su reino no tendrá fin». (Lc 1, 32-33)
Imagínate la situación. María destrozada en el suelo, con la cara oculta por la lluvia y las lágrimas, al pie de la cruz. Sobre Ella, el cuerpo de Jesús inmóvil, pálido, frío…
Tras años de felicidad, así termina todo. Clavado a dos palos de madera, sufriendo en silencio la muerte y el desprecio causados por la ignorancia y la arrogancia de los hombres… Esto representa el final, pero entre tantos lamentos, María recuerda el origen.
Recuerda al ángel, y sus palabras. Recuerda perfectamente el momento en el que Gabriel le dijo que su Hijo se convertiría en el Rey de todos los hombres. En un Rey sabio y justo, cuyo reinado duraría para siempre.
Pero ahora, al alzar los ojos, lo único que ve es una corona de espinas, un trono de madera ensangrentado y un título tomado a broma: «Jesús Nazareno Rey de los Judíos». No hay cantos de alabanza, sino burlas y atrevimientos. No lo entiende…
Está destrozada, y no es para menos. Su Hijo, Aquél que nos traería la salvación, ha muerto. Y María no entiende por qué. ¿Así ha de terminar la estirpe de David? ¿Estamos condenados al caos de un reinado sin rey? ¿Acaso sólo nos queda dolor y desesperación?
No. Y María lo sabe.
Su cuerpo pierde las fuerzas, su alma se derrumba y su corazón se ahoga en un mar de lágrimas. Pero sigue adelante. No se rinde, no abandona. Continúa su camino, su misión. No entiende el por qué de la situación, pero sigue levantándose. Si no entiende nada, ¿qué es lo que le hace seguir? ¿De dónde saca sus fuerzas?
De la fe, de la seguridad de saber que Dios siempre cumple. Siempre. Es cierto que no entiende la situación, pero cuando aceptó los deseos de Dios 33 años antes, tampoco lo entendía. ¿Por qué Alguien tan humilde debía de llevar a cabo una misión tan importante?
Gracias a su fe, con el tiempo recobrará la felicidad que perdió en el camino. Descubrirá el significado de todo, y la paz volverá a su corazón. Lo hará gracias a Jesús, un Rey muy especial, igual que su Padre.
Un Rey sabio, humilde y bueno, pero sobre todo constante, perseverante.
Un Rey que SIEMPRE escucha. SIEMPRE responde. SIEMPRE ayuda. SIEMPRE, pero a su ritmo.
Él dispone de toda una eternidad.
Normal que se tome las cosas con calma.
(G., 18 años. Burgos)