Todo empieza en una mañana nublada un 9 de enero. Era día de inicio de exámenes finales y volvía, entre cansado y cabreado, de hacer el primer examen de una serie de cinco que me iba a llevar dos semanas de trabajo. En estas estaba, pensando en el metro en lo injustos que habían sido los profesores con el método de evaluación, cuando un hombre con una de esas sillas de ruedas eléctricas entra en el metro y me saluda.
Yo no le conocía de nada, no nos habíamos visto nunca, y sin embargo el hombre se baja el cuello de la camiseta y, mostrando sobre el corazón un escudo tatuado con una calavera, me dice «yo fui legionario en el tercio D. Juan de Austria«. A mí de primeras me sorprende y, con ánimo de hacerme cercano a aquel hombre que parecía haber sufrido mucho, le pregunté ‘¿y qué le ocurrió a usted?‘.
El hombre, un rostro sin nombre, da síntomas de no haberme oído pues se pone a buscar una foto en su teléfono móvil que acaba de sacar del bolsillo izquierdo. Y me la enseña. Es él, o al menos eso parece, con el uniforme de la Legión. Y me enseña otra en la que también aparece manejando un mortero de 81 mm en el desierto.
El hombre, animado por mi atención, se pone a buscar en el teléfono otra foto en la que dice que sale desfilando con sus compañeros y, como no la encuentra y estamos llegando a Nuevos Ministerios, no hace más que repetir angustiado «no me da tiempo, no me da tiempo, no me da tiempo…» mientras pasa fotos.
Efectivamente, este buen hombre legionario tenía razón, y no le dio tiempo. Se bajó y no pudo enseñarme esa foto que tanta ilusión le hacía. Me despidió con un «bueno, hijo, no me da tiempo, que tengas un buen día«, a lo que contesté con un educado ‘muchas gracias, usted también’.
¿Por qué refiero esta historia? En parte porque me hizo pensar. Teníais que haber visto esos ojos llenos de alegría con la ilusión de alguien que, por fin, le prestaba atención. De alguien para quien era importante durante unos minutos.
¡Cuántas veces nos cerramos en nosotros mismos! Yo iba a lo mío, a ‘mi bola’, en parte cansado y en parte enfadado, pensando que el próximo examen era lo más importante que tenía yo entre manos en los próximos dos días. Pensando en esa lenta tortura agonizante que son las semanas de exámenes… Pero había algo más, había vida más allá de mis preocupaciones. ¡Cuántas veces nos cegamos con nuestros problemas! A veces parece que el mundo, en lugar de girar alrededor del Sol, gira alrededor de un problema, de una persona, de un examen, de algo que nos preocupa y que nos ocupa. Pensando y dándole vueltas, día y noche, como el niño que cree que no podrá vivir si le quitan su juguete. Sin embargo, basta un rostro, alguien que te saluda sin conocerte, o conociéndote, para sacarte de ese ensimismamiento y que la Tierra vuelva a girar alrededor del Sol.
Esto me lleva también a pensar cuántas veces alguien que necesitaba de mi atención, que necesitaba tener a alguien para quien sintiera que era importante, ha pasado a mi lado y yo estaba a lo mío, ocupado en “esa cosa” tan importante. Cuántas veces no habré negado, vilmente, una sonrisa a quien lo merecía porque “yo” estaba “ocupado”. Ruego que si el afectado me está leyendo, me disculpe. No lo hice adrede, nunca lo hago adrede, aunque a veces necesite una colleja para entrar en razones.
Si ya lo decía el bueno de Aristóteles que, aunque no supiera de fármacos antileucémicos (que es de lo que iba el examencito de marras), sabía mucho del hombre: el ser humano es un ser social por naturaleza. Sin embargo, el homo faber lo ha convertido, entre obligaciones y problemas, en algo así como “el ser humano es un ser ocupado por naturaleza”. Y así nos va, que nos perdemos las estrellas mientras miramos -o pensamos- en lo feo que es el dedo.
Samuel G. (Madrid)