El domingo pasado fuimos a la montaña un grupo de militantes y cruzados. Realmente militantes fuimos dos. (Esperamos que la próxima vez se apunten más.) Cruzados fueron cuatro. Y luego vinieron dos personas más: un chaval de mi parroquia, Alejandro, y un hombre, Joel, que conocí la pasada Javierada.
Subimos por la calzada romana de Cercedilla, y llegamos hasta el cerro Minguete. La subida al cerro fue con mucho viento, ¡qué frío! Pero fue la parte más hermosa. Los árboles tenían carámbanos en sus ramas, estaban llenas de hielo; como si alguien los hubiera hechizado. Y los troncos tenían chorretones de hielo pegados, desde el lado donde sopla el viento. Como si fueran trozos de cuarzo pegados a ellos. Muy, muy bonito.
Y toda esta belleza, junto con las vistas, están ahí al alcance de quien quiera y pueda subir allá arriba. Está esperando a que alguien suba allá arriba, y disfrute de ella. Está esperando día y noche, lo mismo me entere yo como si no me doy cuenta.
Cuesta subir, y cuesta mantenerse allí con el viento azotando…, pero merece la pena. Del mismo modo Alguien me espera en un sagrario, día y noche, a que yo llegue y disfrute de su presencia. A que le cuente mi día, a que vea su belleza con los ojos de la fe, y me admire de la grandeza de sus obras y, a través de ellas, de su grandeza. Y, sobre todo, de su bondad.
No todos podrán subir al cerro Minguete, pero todos podemos subir a un sagrario, nuevo Sinaí donde Dios me espera.
Alfonso B.
(Madrid)